SERVICIO SOCIAL EN EL BARRIO LA ESMERALDA
Publicada el 23 de septiembre de 2016 a las 13:30
Al llegar a décimo grado nos enfrentamos a nuevas responsabilidades y afrontamos realidades a las que antes éramos indiferentes. Una de esas es el servicio social. Antes de comenzar a asistir, todos especulábamos lo que implicaría, cosas como que ahora tendríamos menos tiempo en la semana para nosotros, que se hacía simplemente para poder graduarnos o que era una obligación. Pensamientos vacíos que cambiarían radicalmente cuando empezamos esta experiencia.
La elección de los días y los lugares fue algo que no llevó mucho tiempo, nos íbamos inscribiendo para asistir al lugar que más nos llamaba la atención (en nuestro caso, el barrio La Esmeralda), unos se inscribían dependiendo de amigos o novios/as, otros por descarte, pero al final sentimos que en cada grupo quedaron los que tenían que estar y que cada uno de esos grupos iba a ser único a su manera.
Nuestro primer encuentro en el barrio La Esmeralda fue una confusión de nuevas emociones y sentimientos; a todos nos invadía la timidez pues queríamos que las mamás se sintieran cómodas con nosotros (ya que aún no conoceríamos a los niños). Después de presentarnos, llegaron sentimientos de optimismo y todos con nuestras buenas intenciones comenzamos a planear las actividades que queríamos llevar a cabo con ellos. Cada vez con más confianza decíamos lo que pensábamos y las ideas que teníamos y así terminamos la organización del primer encuentro con los niños. Al final del día, todos nos fuimos con una gran sonrisa, pues sabíamos que ese sería el comienzo de un camino de aprendizaje, crecimiento personal y de vivir desde lo mejor de nosotros mismos.
Como resultado de nuestro trabajo en equipo, a la semana siguiente recibimos a los niños con una fiesta. Ese día conocimos a esos preciosos niños y niñas que nos alegraron el corazón y desde ese momento comprendimos que no haríamos el servicio social como una obligación, sino como algo que de verdad queríamos hacer y también que haríamos todo lo posible por alegrar y mantener a los niños con esas sonrisas que nos llenan de felicidad cada vez que los vemos.
Han pasado varios meses desde ese primer encuentro y junto al grupo que asiste los viernes, hemos compartido con ellos momentos inolvidables: hemos realizado manualidades, jugado fútbol hasta el cansancio, visto películas, confeccionado disfraces y pasarelas, bailado hasta que nos duelen los pies, compartido meriendas, representando obras de teatro, organizando carreras de obstáculos, guerras de pelotas y bombas de agua, hablado como si nos conociéramos desde siempre... en fin, actividades en las que desde los niños más pequeños hasta las mamás, Emiro y Andrés, nuestros acompañantes, ríen, disfrutan y son felices.
El servicio social nos ha enseñado a trabajar en equipo, convencidos de que las cosas se logran con paciencia y dedicación; es un espacio en el que dejamos a un lado nuestro egoísmo y nuestras preocupaciones cotidianas pasan a un segundo plano para concentrarnos en la cara expectante de los niños que esperan ansiosos las actividades que llevamos para ellos. En el servicio vivimos nuestra capacidad de amar a los demás desinteresadamente dando siempre lo mejor de nosotros para que ellos se sientan amados y sientan que en nosotros encuentran amigos dispuestos a acompañarlos. Los niños del servicio social nos hacen ser mejores y nos enseñan que la alegría es un valor que nunca se debe dejar de vivir. Con su inocencia y su buena energía nos motivan siempre a llegar con la mejor actitud.
Esta experiencia ha sido maravillosa e inolvidable y estoy consciente de que lo seguirá siendo. Cuando vamos al servicio, compartimos con los demás y con Jesús, experimentando así la manera de vivir que San José de Calasanz enseñó.
Por: Lina Sofía Vásquez Varón